No tiene que ver con Tzigane y tal vez no debería contarlo aquí, pero lo voy a contar por tres motivos. Uno, los que ya me conocéis sabéis que estas cosas las tengo que contar para no reventar. Dos, no creo que esto lo lea nadie. No es más que el blog de un violinista. Y tres, ha sido un revulsivo para atacar la partitura como se merece.
El caso es que una inglesita monísima estuvo toda la noche en mi barra, tirándome los trastos. Hasta ahí, todo normal. Yo a lo mío, a lo de siempre, al pan y a las tortas, a las copas y al turrón. Hacia las cuatro, cuando Ángela y yo hemos cerrado el Country, la inglesita me esperaba fuera y se ha venido conmigo a casa. Por suerte, Tono duerme como un tronco y su habitación está a la otra punta de la casa. Mi cuarto es más pequeño que el suyo, pero da igual, porque sólo nos ha dado tiempo de llegar al salón, que está nada más entrar al piso. Medio en inglés, medio en castellano, me ha preguntado, mientras se quitaba el jersey, si tocaba el violín. Yo he cerrado la puerta del salón y le he dicho que sí.
Al principio ha sido como siempre. Era rubita, con ojos azules, nariz alargada pero no tremenda, mira que hay inglesas feas… pero esta era monísima. Hemos follado en el sofá, después de apartar el portátil y el violín. Todo iba bien hasta que ella ha cogido el arco del suelo y ha empezado a pasárselo por el coño, por la parte de la madera. Imaginaos cómo me he podido quedar en ese momento. A cuadros. Ahí estaba ella, tocándose el violín en cinco por cuatro, como en el Marte de Holst. Tardé unos segundos en reaccionar, pero una vez repuesto del shock inicial, he empuñado el arco como si el mismísimo Vengerov lo manejara y he seguido a pies juntillas la partitura que tenía ante mis ojos. Para qué más detalles.
La inglesita lo ha pasado bomba. Claro, y yo también. Después del festival de Salzburgo me la he llevado a mi cuarto, porque Tono suele levantarse pronto para irse a Anaya. La inglesita y yo hemos dormido hasta tarde. Al despertar hemos follado otra vez, pero por desgracia el arco se había quedado en el salón. A mediodía se ha ido. No ha habido manera humana de que aceptase un sandwich de jamón york y lechuga. Seguramente nunca volverá al Country.
Cuando me he quedado sólo, desnudo todavía, me he puesto delante de la partitura y he vuelto a intentar hacerme con los primeros compases de la cadenza. Ahora sé que Ravel quiere que los violinistas follemos con el violín cuando toquemos Tzigane. Y me he sentido más hombre que nunca.