jueves, 27 de octubre de 2011

La batalla de la mina

Es muy frío para mí escribir cuando aún tengo la muerte de mi amigo Hidalgo agarrada al corazón, pero tenemos que seguir adelante, con todo, como siempre.
Rodrigo conservó la espada como le pedí, por supuesto. Espiga de arroz está en su vaina y su vaina parece ahora el féretro de un vampiro, que no sabemos nunca si se abrirá por sí solo.
Nos dejaron velar el cuerpo de nuestro amigo a solas, los hombres muertos de Rodrigo, Rodrigo, Adela y yo. Adela estaba en el suelo, aturdida, oyendo en cabeza y en su alma los lamentos de Brau que, al parecer, se mostraba arrepentido por no haber podido doblegar a la sombra, por haber permitido ese sacrificio. Adela a veces se acariciaba los hombros o el pelo, aunque supongo que estaba intentando consolarlo a él.
Rodrigo se tragaba un suspiro de vez en cuando y me miraba. En sus ojos vi que había tenido demasiada muerte y dolor para llorar, pero que hubiese llorado hace sólo unos meses de haber perdido a tan magnífico amigo. Sucede algo extraño, porque dice que nota a Lucrecia y a Lorena muy cerca desde hace un par de días. Creo que algo de la delicadeza de sus dos grandes amores debió colarse en su corazón porque, cuando eché la última palada de tierra (no he dejado que nadie me ayude), me dijo: "Nunca tuvo paz en su vida. Pobre chico. Y, ¿qué hicimos por él, sino empujarlo y empujarlo a que nos salvara? ¿Qué haremos por él ahora?".
La respuesta aún flota entre nosotros, indecisa.
No dijimos una palabra más y luego nos dirigimos al campamento para hablar con Joao. Esta vez no hubo reuniones secretas. Joao dijo que el oráculo había hablado con claridad y que era claro que él no representaba al león. Dijo que nos ayudaría en lo que pudiera controlando los satélites.
Rodrigo le dio un fuerte abrazo por su sabio decisión. Luego se subió a un carromato, en un cultivo de azafrán, y allí se dirigió a los varios miles que nos rodeaban. Creo que hasta los demonios que llevamos secuestrados le prestaban atención.
- Vamos a la mina a rescatar a nuestra gente - dijo - ¿Quién se viene con nosotros?
Todo el que tenía un arma en la mano la levantó y todo el que tenía una garganta emitió un grito de guerra. Aquí no puedo probarlo, pero creo que también gritó alguno de los demonios, aunque quizá tan sólo enardecido por el olor a sangre valiente.
Al anochecer nos pusimos en camino guiados por la magia aérea y tecnológica de Joao y llegamos al lugar que nos habían indicado nuestros rastreadores antes del amanecer.
No puedo decir que estuviésemos cansados. Para mí el camino fue como un sueño que se elonga y se retrasa y gira sobre sí mismo.
Llegamos al lugar, como he dicho, donde los zombies seguían trabajando sin descanso muy adentro ya de la tierra. Muy al contrario de detenernos para acordar una táctica, Rodrigo se irguió sobre los estribos de su fiel caballo y le agarró el cuello para hablarle, como si quisiera convencerle de algo. El caballo relinchó y Rodrigo desenvainó a Espiga de Arroz y entonces todos pudimos ver que en la noche se iluminaba por una especie de vaho gris y fantasmal.
- ¡LIMPIAD LA MINA! - gritó.
Y otras voces, incluyendo la mía, se unieron al grito: "¡Limpiad la mina!".
Rodrigo se adelantó demasiadoo a nosotros de modo que nisiquiera su guardia personal pudo seguirle. Era como si la espada, la misma que contenía a un oráculo hambriento, aquella que llevaba en su cuenta el corazón de Hidalgo Cinis, espolease con la misma fuerza a jinete y corcel.
Y quizá por esa magia pude ver como no sólo los ociosos soldados del dragón, sino incluso los muertos vivientes se giraban al unísono hacia él avisados de la embestida.
Rodrigo cargó con tanta fuerza que no tuvo que usar la espada hasta estar casi el pie de la mina, rodeado completamente de cadáveres, muy lejos de las diestras manos de los soldados. Sus hombres llegaron pronto hasta él, y yo con ellos, para ver como los golpes de Espiga de Arroz destrozaban a los zombies casi tan sólo por esl silbido de su filo.
Los soldados del dragón estaban aún pertrechándose cuando el grueso del ejército de los Hijos del Caos descendiño sobre ellos provenientes de la colina.
Unos brazos muertos me agarraron y me tiraron de mi montura y esta vez no vino nadie a rescatarme. Usé las piernas para patearlos y las manos para levantarme y saqué mi espada corta y grité como un guerrero, solo y descabalgado, loco y enfurecido, y recordé aquella vez que cargamos en Tarifa y en que Hidalgo estaba vivo (y tanta gente que aún estaba viva), y creo que lloré mientras devolvía a los cadáveres a su fría tumba.
Había pasado el amanecer cuando un hombre anónimo gritó: "¡El día es nuestro!" Como se había hecho antaño. Efectivamente, los zombies se arrastraban sobre sus propios miembros amputados y los pocos supervivientes del ejército del dragón hacía ya tiempo que habían huído entre las sombras.
Se me ha permitido descansar un poco, dicen que por mi heroísmo. Que ridiculo. No sé qué podría hacer porque no tengo sueño.
Tengo pena.
Estoy cubierto de sangre pero no quiero lavarme. Estoy rendido pero ni quiero tumbarme.
Quiero a mi amigo, mierda, quiero que mi amigo vuelva a la vida...

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